Autor: Sergio Sánchez Collantes.
Hace pocas semanas, fue noticia el lanzamiento de un proyecto del Organismo Internacional de la Energía Atómica —dependiente de la ONU— que ayudará a descubrir, usando tecnología nuclear, la comida que ha sido adulterada[1]. Se calcula que, hoy en día, hasta un 10 por ciento de los alimentos comercializados son objeto de esta detestable práctica, que genera beneficios millonarios y se halla muy extendida en los países en vías de desarrollo. El nuevo método permitirá analizar rápidamente, por medio de equipos portátiles, géneros como la leche o el aceite, entre otros muchos productos que con frecuencia son objeto de adulteraciones.
Aun considerando el desigual grado de incidencia y la diversidad de medios o controles de vigilancia, en un mundo globalizado como el actual pocos países se libran de esta amenaza. Lo mismo puede darse en Brasil, donde esta primavera se destapó un escandaloso negocio tejido alrededor del negocio de la carne[2], que en España, donde recientemente se detuvo a 14 personas acusadas de distribuir desde Burgos productos de composición distinta —léase calidad inferior— a la que figuraba en el etiquetado[3]. Si retrocedemos en el tiempo, sucesos de este tipo se han venido repitiendo periódicamente en los últimos años. ¿Quién no recuerda el caso chino de la leche infantil adulterada con melamina en 2008, que provocó la intoxicación de miles de bebés?[4] A poco que se revisen las hemerotecas, encontraremos un rosario de noticias similares, aunque no siempre se trate de sustancias nocivas para la salud. Casi todo el mundo ha oído hablar de supuesta carne de ternera que resultó ser de caballo; de leche aguada en mayor o menor medida; de aceites que se mezclaron con otros más baratos sin que lo refleje el etiquetado, etcétera. Ni siquiera en los tiempos en que más se vela por la seguridad de los consumidores, hemos logrado atajar esta terrible práctica fomentada por intermediarios sin escrúpulos que tratan de lucrarse al precio que sea.
Tanto si hablamos de adulteración propiamente dicha como si nos referimos a la merma en el peso o la calidad u otros engaños, la historia del fraude alimentario es muy antigua. Y, por lo general, la mayoría de sus víctimas han sido las mismas en diferentes épocas: las clases humildes, los grupos sociales más desfavorecidos, en suma, la plebe, que veían inasequibles muchos productos básicos que, por añadidura, se encarecían más con la recarga que suponían los odiados impuestos de consumos (algo así como el IVA actual). Pues bien, esa práctica de falsificar alimentos se volvió especialmente dramática en la época de la industrialización y durante todo el siglo XIX, prolongándose en las primeras décadas del XX. Gracias a la literatura, el cine o los libros de texto de historia, casi todo el mundo tendrá una imagen mental de aquellas ciudades europeas en las que destacaban las humeantes chimeneas fabriles y se multiplicaban paupérrimas viviendas obreras donde se hacinaban miserablemente las familias trabajadoras. Entonces, quienes tenían menos dinero se veían obligados a comprar en determinados sitios o en los mercados a partir de cierta hora, en busca de géneros más económicos y de peor calidad. Ese es el escenario histórico en el que la adulteración se convirtió en una inmoralidad cotidiana, que hacía acto de presencia a diario en el menú de los pobres.
Debido a esa necesidad constante de adquirir productos de menor precio, las clases populares eran las más vulnerables a las actividades ilícitas de negociantes sin escrúpulos, que adulteraban determinados productos para aumentar su margen de beneficio. Esta conducta reprobable multiplicaba los peligros que, ya de por sí, tenían que afrontar los organismos de las gentes humildes, cuya deficiente alimentación, una faceta más de sus penosas condiciones de vida, las exponía a un sinfín de enfermedades y padecimientos. El más terrible desenlace al que podía conducir este fenómeno social quedó reflejado un opúsculo que se publicitaba en la España de Alfonso XII: Alimentos adulterados y defunciones. Apuntes para el estudio de la vida obrera en España.

Las denuncias se multiplicaban en la prensa de la época y también han sido descritas por humanistas y científicos sociales que, desde entonces, se han preocupado y mostrado interés por esta lacra. Así, se hablaba de leche mezclada con agua e incluso yeso; vino al que se añadía fucsina; café revuelto con achicoria tostada; en fin, té falsificado con hojas de otras plantas igual que sucedía a menudo con los tabacos de peor calidad.


Muy paradigmático de lo que llegó a suponer la adulteración en los tiempos de la Revolución Industrial, es el caso del vino de Oporto, un ejemplo clásico de la historiografía británica. La cantidad de litros que se consumía en suelo inglés rebasaba las cifras de lo realmente importado. ¿Cómo podía ser esto posible? La respuesta debe buscarse en la adulteración: las sustancias añadidas incrementaban de hecho el volumen del pretendido caldo portugués que se comercializaba en Gran Bretaña. Naturalmente, hubo quienes disfrutaron la preciada bebida sin ningún tipo de alteración, mientras que las economías humildes sucumbían al engaño.

Ahora bien, en la historia de los últimos siglos, no hace falta irse a otros países europeos para encontrar casos tan lacerantes como el que acabamos de ver. Basta con examinar cuidadosamente la documentación conservada en los archivos españoles para descubrir escándalos similares, que eran frecuentes en las ciudades industriales con altos porcentajes de población obrera. En los fondos municipales de Gijón, por ejemplo, se conserva la denuncia de una vecina que, en una tienda, había adquirido harina en mal estado. Ocurrió en 1878 y los términos en que se redactó el informe brillan por su elocuencia. A la pobre mujer le habían vendido un producto «de las peores condiciones». La Junta local de sanidad analizó una muestra de aquella molienda y aseguró que, a simple vista, podían observarse «su impureza y los muchos filamentos y cuerpos extraños». Hasta tal punto se había adulterado, que después de cribar un kilo sólo consiguieron que pasaran por el cedazo 265 gramos de «una harina en polvo fino y suave al tacto». Más aún, esta parte tamizada se consideró nociva no sólo para el consumo humano, sino incluso «para la alimentación de los animales».

¿Qué hicieron las autoridades para combatir este fenómeno? Las reales órdenes, los bandos municipales y las demás medidas adoptadas resultaron a todas luces insuficientes. Los Ayuntamientos, además, solían disponer de recursos muy limitados para luchar eficazmente contra la falsificación de alimentos: la vigilancia y los análisis frecuentes costaban un dinero que no tenían. A veces, cuando se trababa el asunto en un pleno municipal, se terminaba con fórmulas desalentadoras que hacían augurar pocos cambios: «en cuanto lo permitan las circunstancias de la localidad», decía un libro de actas de finales del XIX.
Recortes de prensa histórica de varias ciudades españolas sobre la adulteración (Hemeroteca Digital de la Biblioteca Nacional de España y Biblioteca Virtual de Prensa Histórica)
No ha de extrañar que, ante semejante desamparo y la multiplicación de abusos, el estallido de protestas tumultuosas y motines en los mercados se convirtiese en una respuesta popular bastante extendida. Es cierto que muchas veces sirvieron de detonante los precios abusivos, ya fuesen debidos a la escasez, a los impuestos o a las acciones especulativas; pero otras, guardaron relación directa con la venta de productos en mal estado, que desataba igualmente las iras de las compradoras; o con los intentos de escamoteo en los pesos, que se multiplicaron mientras se verificó la lenta implantación de un sistema decimal que, al principio, nadie comprendía. Pero esa es otra historia.
[1] http://www.eldiario.es/cultura/tecnologia/OIEA-ayudara-desarrollo-detectar-adulterada_0_652685288.html
[2] http://internacional.elpais.com/internacional/2017/03/18/actualidad/1489864585_139780.html
[3] http://www.abc.es/espana/castilla-leon/abci-catorce-detenidos-burgos-operacion-contra-empresa-productos-carnicos-acusada-estafa-201705151026_noticia.html
[4] http://elpais.com/diario/2008/09/18/sociedad/1221688804_850215.html