Autor: Israel Carrera Barral

Muchos años después, frente a la playa de su infancia, Nacho había de recordar aquella noche en que su abuelo lo llevó a conocer los fuegos artificiales. Era el solsticio de verano, la noche más corta del año, y Alfredo pensó que no había mejor ocasión para que su nieto disfrutara por primera vez de un espectáculo pirotécnico… Y de la ciencia, de la química, que hay detrás. Al bueno de Alfredo le interesaba esta disciplina desde que tenía uso de razón, pero no pudo cursar estudios universitarios por motivos económicos. Entró a trabajar a una edad bien temprana en una empresa que, precisamente, se dedicaba a la manufactura de fuegos de artificio. Esto, claro, alimentó más si cabe sus ansias de saber, así que en sus ratos libres –que no eran muchos– se dedicaba a leer toda la química que se ponía a su alcance. Sentía especial predilección por la Química Inorgánica, esa área que, como le habían dicho en el bachillerato, se ocupa, grosso modo, del estudio de las sustancias que no contienen  carbono, y que tanto tenía que ver con su oficio.

Fuegos artificiales

Nacho y Alfredo llegaron a la playa en torno a la medianoche, hora a la que se encendían las hogueras que vestían el arenal. Alfredo había presenciado la ignición de la madera en múltiples ocasiones, pero para Nacho era su bautismo de fuego, nunca mejor  dicho, y estaba embelesado. Poco después los fogueteiros, como se conocía en su tierra a los que prendían la mecha de los cohetes cuya detonación originaba los fuegos artificiales, comenzaron a actuar. Un espectáculo de luz, color y sonido se apoderó de la bahía.[1] La cara de Nacho irradiaba felicidad, pero curioso que era como su abuelo a su edad, empezó  a hacerle preguntas sobre lo que estaba viendo y escuchando.

–Abuelo, ¿por qué primero se ven las luces y luego se oye la explosión?

–Esa es muy fácil, Nacho. Se debe a la diferente velocidad a la que viajan la luz y el sonido en el espacio. En un segundo la luz recorre unos 300.000 kilómetros, mientras que en el mismo tiempo el sonido recorre algo más de 300 metros. Es decir, cuando se propaga por el aire la luz es en torno a un millón de veces más rápida que el sonido. –Nacho asentía cuando su abuelo remarcaba las cifras–. Por eso percibimos antes los destellos de los fuegos que el estruendo de la explosión. Es parecido a una tormenta. ¿Primero ves el relámpago y luego oyes el trueno o sucede al revés?

–Primero se ve el relámpago y luego se oye el trueno. Vale, ya lo entiendo.

A pesar de su juventud, Nacho era un chico avispado y con ganas de aprender, y Alfredo avivaba ese espíritu inquieto siempre que tenía oportunidad. Lo cierto es que veía en su nieto a un científico en potencia, quién sabe si un futuro químico, y quería para él las oportunidades que él no había tenido. Nacho conocía bien el trabajo que había desarrollado su abuelo durante más de cuarenta años, así como sus intereses, y siempre que  tenía alguna duda relacionada con la ciencia acudía a él. No muy lejos de ellos había una pareja con un perro; era evidente que el animal estaba aterrorizado como consecuencia de las explosiones, por lo que hubieron de abandonar la playa. Las preguntas continuaron.

–Pobre perro. ¿No se podrían ver las luces y los colores, y ya?

–Eso no es posible, joven Ignacio –así le llamaba cuando quería meterse con él–. La explosión es imprescindible, porque sin ella no verías ni las luces ni los colores. Te lo voy a explicar desde el principio, así que ten paciencia. Mira, hay muchas clases de fuegos de artificio: tracas, bengalas, candelas, cohetes… Ahora están lanzando cohetes. Un cohete consiste en una vara de madera adherida a un cartucho con forma de tubo que contiene, entre otras cosas, el combustible, y del que sale una mecha, que es la que hay que prender para que se produzca la detonación.[2] ¿Sabes cuál es el combustible más habitual? –Nacho negó con la cabeza–. La pólvora negra, que es una mezcla de carbón, azufre y nitrato de potasio.[3]

¿Recuerdas lo que es una sal? Te lo expliqué hace unos días.

–Sí, es un compuesto iónico, como el cloruro de sodio, la sal que se utiliza para cocinar.

–Muy bien. Por lo tanto, la sal presente en la pólvora es…

–El nitrato de potasio.

–Excelente. En esa sal el potasio es el ión cargado positivamente, es decir, el catión (K+), y el nitrato es un grupo de átomos formado por nitrógeno y oxígeno que posee una carga

negativa, por lo que se trata de un anión (NO ). Bien, tienes un combustible, la pólvora, pero  si quieres quemarlo necesitas algo que permita la combustión, es decir, un comburente u oxidante. ¿Qué se te ocurre?

–Diría que oxígeno.

–Así es. ¿Y sabes cuál es la fuente de ese oxígeno? –Nacho negó con la cabeza–. Procede en parte de la propia pólvora negra pues, como te acabo de decir, el nitrato de potasio contiene oxígeno, y de otras sales ricas en este elemento, como clorato (ClO ) y perclorato (ClO ) de potasio (K+).[3] –A su nieto aquello no le resultaba familiar y le pidió que  se explicara mejor–. Mira, en cuanto a su fórmula el clorato es parecido al nitrato, pues sólo tienes que reemplazar el átomo de nitrógeno por uno de cloro; el perclorato contiene un átomo de oxígeno más que el clorato. –Tras esta aclaración volvió a la cuestión de la combustión–. El carbón y el azufre de la pólvora se queman gracias al oxígeno que aportan estas sales y a una fuente de calor, la mecha encendida, que actúa como iniciador de la reacción de combustión.

–Vale, ¿pero entonces de dónde vienen los colores?

–A eso iba. El cartucho, además de la pólvora y las sales que actúan como fuente de oxígeno, contiene otras sales. Dependiendo del catión, en este caso un metal, presente en esas sales las luces serán de un color u otro.[3] –Alfredo sacó de su cartera una tabla periódica en miniatura en cuyo reverso había dibujos de fuegos artificiales de diferentes colores–. Mira, aquí lo tengo resumido –y se lo enseñó.

–Por ejemplo, si en el cohete hay una o más sales de estroncio (Sr2+) las luces serán rojas, mientras que si son verdes quiere decir que en el cartucho hay sales de bario (Ba2+). El color azul, que procede de sales de cobre (Cu2+), no es fácil de producir, porque en la distancia las luces parecen blancas. Pero, ¿y si el color que te interesa es púrpura? ¿Qué sales tendrías que mezclar? –Nacho, que recordaba que cuando la luz blanca pasa a través de un prisma se descompone en los colores del arco iris, como en la portada de The Dark Side of the Moon, de Pink Floyd,[4] le respondió tras examinar detenidamente la antigua miniatura de su abuelo.

–Pues como el púrpura se obtiene al mezclar rojo y azul, necesitaría sales de estroncio y cobre.

–Muy bien. A este paso acabarás superando a tu abuelo. –Nacho sonrió, pero su ansia de conocimiento aún no había sido saciada.

–Sigo sin entender una cosa. ¿Qué tiene de especial cada metal para producir un determinado color?

–Cada metal es un mundo, Nacho. Verás, un elemento está formado por un mismo tipo de átomos, y en cada átomo se diferencian dos partes: el núcleo, que contiene protones y neutrones, y la corteza, en la que se encuentran los electrones. Éstos orbitan en torno al núcleo, más o menos como los planetas alrededor del Sol, y son los que participan en las reacciones químicas convencionales. Un catión es un átomo o grupo de átomos que ha perdido uno o más electrones. En condiciones normales se hallan en lo que se denomina estado fundamental, que es el más estable desde un punto de vista energético, pero a altas temperaturas, como las que se dan durante la combustión de la pólvora, pueden convertirse en átomos –ganando los electrones que habían perdido al transformarse en cationes– y pasar a un estado excitado. Sin embargo, esta situación es muy poco estable, por lo que tienden a regresar al estado fundamental emitiendo energía. Y esa diferencia de energía (gap), que también puedes ver como una longitud de onda (l), es la que depende del metal. Si es parecida a la de uno de los colores del arco iris (entre 380 y 750 nm), verás el color correspondiente en los destellos de los fuegos.[5]

Nacho miraba a su abuelo con admiración. El despliegue pirotécnico había terminado y había estado más pendiente de sus explicaciones que del espectáculo. Veinte años después, al tiempo que recordaba aquella noche, el nieto de Alfredo, convertido en químico, contemplaba con su hijo los fuegos artificiales. Otra noche de San Juan, quizá con otro científico más, en la playa de Riazor.

BIBLIOGRAFÍA:

[1] Net Alpha200 (2012). Fuegos artificiales en San Juan. Recuperado el 26 de agosto de 2019 de https://www.flickr.com/photos/netalpha200/7442986664/in/pool-after_dark/

[2] Russell, M. S. (2000). Capítulo 3: Rockets. En The Chemistry of Fireworks (pp. 27-36). Cambridge: The Royal Society of Chemistry.

[3]  Compound Interest (2015). The Chemistry of Fireworks. Recuperado el 26 de agosto de  2019 de https://www.compoundchem.com/2013/12/30/the-chemistry-of-fireworks/

[4] Pink Floyd (1973). The Dark Side of the Moon. Recuperado el 26 de agosto de 2019 de https://en.wikipedia.org/wiki/The_Dark_Side_of_the_Moon

[5] Clark, J. (2005; modificado en 2018). Flame tests. Recuperado el 26 de agosto de 2019 de https://www.chemguide.co.uk/inorganic/group1/flametests.html

La segunda y la cuarta imágenes son de elaboración propia.

Los siguientes vídeos han servido de inspiración para la redacción de este artículo:

Royal Society of Chemistry (2013). Chemistry of Fireworks – Reverend Ron Lancaster (full lecture).      Recuperado       el                             26                                de           agosto    de            2019                 de https://www.youtube.com/watch?v=M03esB_HBzM

The Royal Institution (2012). The Science of Fireworks! Recuperado el 26 de agosto de 2019 de https://www.youtube.com/watch?v=rmtK2BgmGCw&t=3557s