Autora: Sonia Serna Serna

El registro hablado de un idioma está lleno de frases o dichos populares que utilizamos en el día a día de nuestras conversaciones y, en muchos casos, desconocemos el verdadero origen de esas expresiones. Todas ellas son fruto de siglos y siglos de vivencias de una sociedad que ha ido consolidando su lengua a través de los tiempos y, al mismo tiempo que evolucionaba el idioma, las expresiones empleadas en un momento se fueron perpetuando para la posteridad, sin saber en una gran parte de los casos cuál es su procedencia. Si hoy en día reuniéramos todos los dichos populares en lengua española a ciencia cierta tendríamos no cientos, sino miles de ellos.

Pues vamos a detenernos en uno que seguramente hemos utilizado todos alguna vez, o muchas, a lo largo de nuestra vida. ¿Acaso no hemos dicho en un determinado momento que pondríamos la mano en el fuego por alguien? La respuesta seguramente sea afirmativa, porque esta expresión puede ser bastante recurrente. Resulta atractiva en la jerga común puesto que es un dicho comprensible en sí mismo y se entiende fácilmente su sentido figurado: estamos depositando toda nuestra confianza en una persona. Pero si preguntamos acerca del contexto del dicho o cuál fue su origen real, quizá no obtendríamos muchas respuestas al respecto.

Nos tenemos que remontar a la Antigüedad grecolatina para saber cómo y por qué surge este popular dicho. Se lo debemos al valiente acto de un joven romano, Cayo Mucio, que se dejó quemar su mano derecha en el fuego para demostrar su amor a Roma. El origen pues es pagano, pero esa prueba de arrojo fue adaptada en la Edad Media a costumbres cristianas. Así, cuando se celebraban juicios que buscaban demostrar la inocencia de una persona, podían tener lugar varios tipos de pruebas y la mayor parte de ellas con el fuego como protagonista del rito. Esas pruebas son llamadas ordalías o «juicios de Dios» y se usaron en toda la Europa medieval para averiguar la culpabilidad o inocencia de una persona acusada, es decir, se utilizaban como procedimientos judiciales probatorios distintos de los testificales y documentales. De esta manera se creía que la voluntad divina en los individuos sometidos al proceso, mediante la producción de determinados efectos físicos, resolvería el asunto. Afortunadamente, el carácter irracional de estos medios probatorios hizo que, a partir del siglo XII y con la recuperación del derecho romano, fueran sustituidos por otro tipo de mecanismos –la tortura, principalmente– . No se puede decir que esta tuviese un carácter más racional, por lo que el cambio digamos que no fue propicio.

Ilustración 2: Ordalía o tortura de agua, donde la persona que tenía que pasar la prueba figura sumergida en el río, atado de pies y manos con sogas.

Volviendo a la ordalía, se podía distinguir entre la prueba canónica o Juicio de Dios, ya que el juramento se realizaba ante el canon –cada una de las normas que componen el código del derecho canónico–; y la vulgar, que era una prueba a la que se sometía el acusado para demostrar su inocencia. Dentro de estas últimas, en los reinos hispánicos fueron muy habituales las relacionadas con el agua (hirviendo o fría) y el hierro (ardiendo o al rojo vivo). De esta última nace el dicho popular objeto de este artículo. Independientemente de diferentes versiones que pueden encontrarse en los testimonios escritos, por norma general el obligado a verificar lo cuestionado en el juicio debía dar unos pasos con un hierro candente en la mano, después se le cubría con un paño de lino durante tres días, trascurridos los cuales se le descubre y, si de la ampolla formada por la quemadura sale agua, pierde el juicio, y en caso contrario, se le otorga la razón ante aquello que se hallase en disputa.

Ilustración 3: Ordalía con fuego, donde el hierro candente va a ser entregado a un hombre para que lo transporte.

Como se ha dicho, se practicaban numerosas pruebas, pero la más antigua que se usó en nuestros reinos (tenemos diplomas que lo atestiguan ya en el siglo IX) fue la llamada prueba caldaria o prueba del agua hirviendo. En esta el acusado debía extraer, con el brazo desnudo, una piedra de un caldero de agua en ebullición. Gracias a la documentación altomedieval conservada en nuestros archivos, podemos encontrar testimonios reales sobre este tipo de pruebas. Vamos a detenernos en un documento para descubrir que, verdaderamente, se llevaban a cabo. En un pergamino del Archivo Histórico Nacional de Madrid, que procede del Monasterio de Santa María de Piasca (Liébana – Cantabria), hallamos el plácito o texto judicial que contiene las referencias a la prueba caldaria.

El manuscrito nos narra un juicio que tuvo lugar en el año 1055, cuando los condes don Gutier y don Gómez expusieron en Monzón de Campos al rey Fernando I el desacuerdo existente entre ellos sobre varias heredades, prados, zonas de pastos y aprovechamientos de madera en diversos montes de los valles de Liébana y Polaciones. Debido a tal discrepancia, el monarca decide convocar a las partes, con sus pruebas y testigos para el  6 de octubre. Llegada la fecha e iniciada la vista oral, los testigos de las dos partes afirmaban y juraban hechos totalmente contrapuestos. No habiendo forma de zanjar el conflicto, acordaron recurrir a la prueba caldaria, “que desen nocenta calida”, a la cual se someterían y sufrirían en sus carnes los testigos de ambos condes litigantes. Es en este pasaje del texto cuando se detallan las características de la prueba: si la mano salía sana (“si ecsire sua manu sana”), el testigo proporcionaría la “victoria” al conde que representaba.

Ilustración 4: Documento sobre la prueba caldaria.

Pero, ¿de dónde tenía que salir sana la mano? De una gran caldera, con agua en plena ebullición, en cuyo fondo habían sido depositados cantos de río, que era preciso ir extrayendo, uno tras otro, por un hombre de cada conde. Seguidamente, se procedía a vendar la mano o todo el brazo (en función de la parte introducida en el agua hirviendo) y se le colocaba una especie de sello lacrando en la venda para que no pudiera ser retirada. Lo que nos preguntamos ante este relato es si podía alguno sacar la mano sana sin escaldarse. Parece improbable, ciertamente. No sabemos si las argucias que pudieran emplearse en esos momentos (remedios naturales que protegieran la piel ante tal castigo, meter la mano en agua fría antes, etc.) consiguieron evitar resultados dramáticos en los protagonistas de la prueba.

Sin embargo, los testimonios escritos nos han transmitido que, efectivamente, la mano salía “sana”. ¿Debemos pensar entonces en un relato de los acontecimientos un tanto interesado? Irremediablemente ante una prueba de ese tipo la piel tenía que sufrir quemaduras. La respuesta también la conocemos por los testimonios de la época: al cabo de tres días, se levantaba dicho vendaje. Si la piel no se desprendía con la venda o una mano estaba menos llagada que la otra, esa era la parte que decía la verdad y la que, por tanto, tenía la razón. No quedaba ya nada más que el juez (en este caso el rey, pues litigaban dos condes) procediese a dictar sentencia, ya que la voluntad de Dios había hablado.

El documento nos ilustra las costumbres y realidades de la sociedad existente en esas épocas  y, aunque hoy en día nos pueden parecer atrocidades bárbaras, debemos de verlo desde otra perspectiva, la de otro momento, y en definitiva, nos invita a muchas reflexiones. En primer lugar, aprendemos a conocer nuestro pasado, en unos casos veremos situaciones asombrosas, apasionantes e interesantes, pero en otros, seguramente conozcamos hechos lamentables o crueles. En segundo lugar, descubrimos que gracias a nuestra documentación, de la que conservamos miles de piezas en los archivos españoles, podemos reconstruir partes de nuestra historia. En tercer lugar, y en relación con este artículo, comprendemos el trasfondo de expresiones utilizadas hoy en día, pero cuyo sentido real no se nos alcanza y puede ser algo más oscuro de lo que pensábamos.

Así que a partir de ahora, cuando digamos que “pondríamos la mano en el fuego por fulanito”, seguramente nos venga a nuestra cabeza que hace mil años también la gente ponía la mano  en el fuego por alguien, pero en ese caso: de forma literal, seguramente no por su propia voluntad y con unos resultados nada placenteros, como podría demostrar el individuo que representaba al conde perdedor en este pleito del que hemos tratado.

Referencias bibliográficas:

  • Esteban Moreno Resano, “Observaciones acerca del uso de las ordalías durante la Antigüedad tardía (siglos IV-VII d.C.), Cuadernos de Historia del Derecho, 2014, 21, pp. 167- 188.
  • José Villa-Amil y Castro, “Del uso de las pruebas judiciales llamadas vulgares”, Boletín Histórico, 10. Madrid, 1881, pp. 145-155.
  • José Martínez Gijón, “La prueba judicial en el derecho territorial de Navarra y Aragón durante la baja Edad Media”, Anuario de Historia del Derecho español, nº 31, 1961, pp. 17- 54.
  • Marta Herrero de la Fuente, Colección Diplomática del Monasterio de Sahagún (857-1230), vol. II (1000-1073). León 1988. Doc. 575.

Referencias imágenes:

  • Ilustración 1: Grabado procedente de la Wellcome Library (London), nº 42552i.
  • Ilustración 2: Miniatura originaria del manuscrito de la Crónica de Lucerna de 1513, f. 80v.
  • Ilustración 3: Miniatura tomada de un manuscrito de la Stiftsbibliothek, Lambach (Cml.

LXXIII, f. 64v, 72 r).

  • Ilustración 4: Pergamino procedente del Archivo Histórico Nacional, Sección Clero, Carpeta 881-8.