Autor: Guillermo Zorrilla Revilla
La energía, no se crea ni se destruye, se transforma. Esta frase, como un mantra, la hemos recitado hasta la saciedad en la escuela. Pero por el hecho de repetirla, no se desvirtúa, es cierto, y la energía está a nuestro alrededor en diversas formas. Enunciando la primera ley de la termodinámica sería un buen pretexto para comenzar a desarrollar un diálogo sobre termodinámica, astrofísica o cualquier tema abocado a seguir hablando sobre ciencias físicas, sin embargo, contra todo pronóstico, va a ser la disculpa para hablar de nuestra historia evolutiva, la historia de Homo sapiens, pero desde una perspectiva diferente, desde la bioenergética humana.
Puestos a enunciar leyes, y especialmente sobre evolución, para poder unir energía y humanos, no viene mal recordar varios conceptos íntimamente relacionados y en ocasiones indiscernibles: evolución, selección natural e historia biológica, pero vamos a matizarlos y reacondicionarlos al barniz de la temática que nos ocupa.
En primer lugar, la evolución de la vida es el resultado de un proceso por el cual diversas formas compiten por captar la energía del medio y destinarla para replicarse (1). Por otro lado, la selección natural son los mecanismos que favorecen a la óptima distribución de la energía a lo largo del crecimiento y la reproducción de un organismo. Finalmente, las estrategias que tiene cada organismo para diversificar esa energía a lo largo de su vida se denomina historia biológica (1). Dependiendo de las estrategias de cada organismo, la energía se distribuirá disyuntivamente, siempre manteniendo un frágil y vacilante equilibrio, entre crecer más tiempo o reproducirse antes. Siendo la energía finita, lo reservado a un fin no se podrá destinar simultáneamente al otro (2,3).
La selección natural ha modelado nuestra historia biológica a lo largo de la evolución de nuestra especie. Homo sapiens ha distribuido eficientemente la energía del medio para componer su estrategia vital. De este modo es como la energía, actuando como juez árbitro de carreras, limita nuestro camino evolutivo. En este punto, energía y humanos quedan íntimamente unidos. Pero llegados hasta aquí, sería muy simplista conformarse con esta afirmación, por lo que vamos a indagar más en la ineludible asociación energía, humanos e historia biológica.
Homo sapiens es un reflejo de eficiencia energética, organizada, en gran parte, por un largo camino trazado por hambrunas (4). Dicha eficiencia es fácilmente reconocible en su gracilidad corporal (5), en su marcha bípeda (6,7), en su reorganización visceral (8), o en la gran capacidad de acumular grasa (9), todos ellos, mecanismos biológicos que promueven el ahorro energético. De igual manera, la cultura, materializada en la tecnología o en el comportamiento social, ha proporcionado otra herramienta clave para optimizar en energía.
Por otro lado, la forma en la que distribuimos la energía a lo largo de nuestro ciclo vital también completa la eficacia humana. La diversificación que hacemos de la energía a través de nuestra historia biológica es novedosa, una anomalía entre los primates más cercanos (10,11), y aparentemente ausente en nuestros ancestros (12,13). Uno de los grandes éxitos de nuestra especie se fundamenta en la dilatada inversión en desarrollo, en detrimento de una reproducción precoz (11). Pues bien, si toda apuesta tiene su riesgo, invertir mucha energía en crecer puede ser un hándicap si esa jugada no llega a buen puerto, que como en todo organismo, es la reproducción. He aquí la eterna paradoja: cantidad o calidad, fertilidad presente o futura. La estrategia cortoplacista “r”, buscará una rápida reproducción, con numerosa prole, pero condicionada por la alta mortalidad. Su antagonista, o estrategia “K”, procura un menor número de crías, con mayor tiempo de crecimiento y por lo tanto de esperanza de vida, donde la mortalidad es menor (14).
La paradoja humana se refleja en la gran cantidad de descendencia que tenemos, en comparación con otros primates parejos en tamaño (15,16), y la calidad de la descendencia (11,17). Ello es únicamente posible por la organización biocultural de nuestra especie, y por las características que conforman nuestro ciclo vital. Nuevamente, la indisoluble unión biología- cultura confluye para explicar la idiosincrasia de Homo sapiens.
Según el antropólogo Barry Bogin et al. (18), la organización social humana transciende los lazos de consanguineidad más directos (madre y padre), incluso de parientes biológicos (hermanos, abuelos o tíos), formándose parentescos ficticios o bioculturales1 (padrino, ahijado, o compadre en Latinoamérica)(19). Esta unión favorece la crianza de los más pequeños, facilitando a las madres de más tiempo y recursos (energía), para una futura reproducción.
De manera simultánea, y co-evolucionando con la crianza biocultural (18), la gran cantidad de energía ahorrada se ha destinado en crecimiento, insertando dos nuevas etapas: la niñez y la adolescencia.
La primera se implanta entre la infancia y la juventud. Concluyendo la infancia, los niños dejan de depender de la leche materna, pero siguen requiriendo de los cuidados y de los alimentos facilitados por el grupo social. Pese a surgir completamente la dentición de leche, el aparato digestivo aún no está completamente desarrollado para absorber todos los nutrientes. Si hay un hecho destacable durante esta fase, es la progresiva ralentización del crecimiento corporal a favor del cerebral (20). Tal crecimiento alométrico2, es el culpable del desproporcionado canon cabeza-cuerpo, presente entre los niños de nuestra especie. No obstante, nadie ha dicho que esto trate de estética, y sí de eficiencia. Según varios expertos en el tema (1,21,22), coincidiendo con el desarrollo cerebral, en esta fase se aprende un amplio abanico de habilidades complejas, que en contexto evolutivo implementarían la caza o la recolección, necesarias para conseguir recursos ricos en nutrientes, y que mejorarían nuestra plasticidad o capacidad de adaptación (23,24). Por otro lado, esta fase de estancamiento físico, permite desviar ese ahorro energético derivado de un low cost corporal (25), indirectamente a la reproducción de la madre, que dispone de más energía para volver a tener descendencia (3).
1 Término acuñado por Barry Bogin (18) para explicar el esfuerzo reproductivo social repartido entre individuos relacionados por consanguineidad y por parentesco ficticio.
2 Crecimiento diferencial de las partes del cuerpo debido a los cambios en el tamaño.

Si durante la niñez el cuerpo hiberna el estímulo de desarrollo, con la adolescencia, el cuerpo, como si tratase de recuperar el tiempo perdido, aumenta en talla y peso, hasta alcanzar la estructura adulta. Este fenómeno fisiológico se denomina estirón puberal (27) y conlleva un alto coste energético, pero nuevamente es sobrellevado por los cuidados del complejo grupo social, y conjuntamente por los mismos adolescentes, que en ocasiones adquieren parte de sus requerimientos energéticos (17,28). La adolescencia sigue siendo una etapa de aprendizaje en habilidades y en roles adultos (29–31), lo que proporciona tiempo suficiente para probar, fallar y volver a intentar.
Pues bien, todo este prolongado recorrido de desajustes y reajustes, de parón y aceleración, de tiempo extra para fijar conocimientos, en definitiva, de energía invertida en presente crecimiento pero futura reproducción, es único en nuestro género, el género Homo. Retomando al experto en auxología3, Barry Bogin (24), la niñez se inserta en nuestra historia biológica con Homo habilis. El rubicón cerebral sobrepasado por esta especie (650-800 cm3), expande el tiempo de desarrollo necesario para alcanzar tal tamaño cerebral (29). Sin embargo, el estirón puberal característico de la adolescencia no es rastreable aún en ningún otro hominino4, ni siquiera en los neandertales (27,32,33), primos hermanos con los que hemos llegado a hibridar (34).
Por lo tanto, ¿qué ventajas nos ha aportado la nueva historia biológica de Homo sapiens? La evidencia lo demuestra, y a las pruebas me remito. Hoy en día somos el primate más abundante (35), el único hominino vivo, y nuestra plasticidad nos ha permitido ocupar todos los ecosistemas del globo terráqueo (36,37).
El órdago energético en crecimiento ha favorecido tener más descendencia y de mayor calidad. En la jerga de las ventas: bueno y barato. Los nuevos ciclos humanos, conjuntamente al intríngulis social que soporta la crianza, aportan oportunidades para aprender más y mejor a bajo coste, perfeccionando la plasticidad humana y ahorrando energía. El superávit adquirido permite a las mujeres de nuestra especie, que son las que mayor carga reproductiva soportan,
3 Disciplina que estudia los aspectos biológicos del desarrollo y crecimiento.
4 Sub-tribu de los homínidos caracterizados por la locomoción bípeda, que engloba a la especie Homo sapiens y a sus ancestros bípedos.
acortar el tiempo entre los nacimientos (38) y dedicar más energía a una reproducción exitosa, conformándose de esta manera un círculo virtuoso y perfecto, que no deja de rodar.
Paradójicamente, la misma eficiencia que nos procuró el éxito a lo largo de millones de años, se ha vuelto en nuestra contra, como si de un peaje evolutivo se tratase. Puesto que las condiciones de las que partimos en nuestra particular odisea, no son la mismas que las que soportamos actualmente, sedentarismo y sobrealimentación, la perfecta maquinaria humana acondicionada a la hambruna y a la actividad física, nos propicia obesidad, diabetes tipo 2, y otras enfermedades cardiovasculares (39).
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